|
|
|
|
Escritor
estadounidense. Nació el 25 de septiembre de 1897 en New Albany (Mississippi),
aunque se crio en las cercanías de Oxford, lugar al que se trasladó la familia
en 1902. Su verdadero apellido Falkner, es cambiado por conveniencias
editoriales. Era el mayor de cuatro hermanos de una familia tradicional sureña.
Como otros autores prolíficos, sufrió la envidia de otros, y fue considerado el
rival estilístico de Hemingway (sus largas frases contrastaban con las cortas de
Hemingway). Es considerado probablemente el único modernista americano de la
década de 1930, siguiendo la tradición experimental de escritores europeos como
James Joyce, Virginia Woolf y Marcel Proust, y conocido por su uso de técnicas
literarias innovadoras, como el monólogo interior, la inclusión de múltiples
narradores o puntos de vista y saltos en el tiempo dentro de la narración.
En el año 1915 dejó los estudios y empezó a trabajar en el banco de su
abuelo.Durante la I Guerra Mundial ingresó como piloto de la R. F. C (Real
Fuerza Aérea Británica). Cuando regresó a su ciudad, entró como veterano en la
Universidad de Mississippi, aunque volvió a dejar los estudios, pero esta vez
fue para dedicarse a escribir. Durante esa época realizó trabajos como pintor de
techos y puertas, o cartero en la Universidad de Oxford, (de donde lo echaron
por su costumbre de leer la correspondencia antes de entregarla) y publicó su
primer y único libro de poemas: El fauno de mármol (1924).
A partir de 1921 trabajó como periodista en Nueva Orleans y conoció al escritor
de cuentos estadounidense Sherwood Anderson, que le ayudó a encontrar un editor
para su primera novela, La paga de los soldados (1926) .
Pasó una temporada viajando por Europa. A su regreso comenzó a escribir una
serie de novelas ambientadas en el condado ficticio de Yoknapatawpha (inspirado
en el condado de Lafayette, Mississippi), donde transcurren gran parte de sus
escritos, y del cual hace una descripción geográfica y traza un mapa en ¡Absalóm,
Absalóm! (1936). Allí pone a vivir a 6.928 blancos y 9.313 negros, como pretexto
para presentar personajes característicos del grupo sudista arruinado del cual
es modelo su propia familia.
La primera de estas novelas es Sartoris (1929), en la que identificó al coronel
Sartoris con su propio bisabuelo, William Cuthbert Falkner, soldado, político,
constructor ferroviario y escritor. Después aparece El ruido y la furia, que
confirmó su madurez como escritor.
Contrajo matrimonio con Estelle Oldham, decidiendo establecer su casa y fijar su
residencia literaria en el pequeño pueblo de Oxford. A pesar de la buena
aceptación de los lectores a sus obras, tan sólo se vendió bien Santuario
(1931).
Debido al éxito del libro logró trabajo, bastante más lucrativo, como guionista
de Hollywood. En 1946, el crítico Malcolm Cowley, preocupado porque Faulkner era
poco conocido y apreciado, publicó The portable Faulkner, libro que reúne
extractos de sus novelas en una secuencia cronológica. En 1949 le otorgaron el
Premio Nobel de Literatura y en 1955 recibió el premio Pulitzer por su novela
Una fábula. La influencia de Faulkner en la literatura radica en aspectos
técnicos que se manifiestan en el empleo de determinadas fórmulas.
Se destacan sus obras The Marble Faun (1924), La paga de los soldados (1926),
Mosquitos (1927), Sartoris (1929), Mientras agonizo (1930),
Desciende Moisés
(1931), El ruido y la furia (1931), Luz de agosto (1932), ¡Absalom, Absalom!
(1936), Los invictos (1938), El villorrio (1940), Intruso en el polvo (1948),
Gambito de caballo (1949), Réquiem por una monja (1951), Una fábula (1954,
Premio Pulitzer de 1955), La ciudad (1957), La mansión (1959) y Los rateros
(1962) también ganadora de un Premio Pulitzer, así como artículos, relatos y
reportajes.
Continuó escribiendo, tanto novelas como cuentos, hasta su muerte en Oxford, el
6 de julio de 1962.
|
El oso
"El oso" es sin duda uno de los más espléndidos y significativos relatos
de William Faulkner. La renuncia de Isaac McCaslin, su protagonista, a
la herencia del viejo Carothers, es el resultado de una radical negativa
a reconocer la propiedad sobre una tierra corrompida por la codicia de
sus ocupantes. Para Isaac, fascinado por la naturaleza virgen del Gran
Valle, Old Ben, el viejo oso al que los hombres de Jefferson acosan
implacablemente, es «un anacronismo indomable e invencible surgido de un
tiempo antiguo y muerto, un fantasma, compendio y apoteosis de la
antigua vida salvaje». El final de Old Ben es también el de los grandes
bosques amenazados por las compañías madereras, un escenario donde la
ceremonia anual de la caza reaviva todavía el espíritu de un tiempo aún
no maldito en que la tierra era de los hombres «no de los blancos, ni de
los negros, ni de los rojos, sino de los hombres, de los cazadores, con
la voluntad y la osadía de resistir y la humildad y el arte de
sobrevivir». Todas las obsesiones fundamentales de la intensa narrativa
faulkneriana concurren en este relato, una auténtica obra maestra,
arrastradas por la fuerza de un estilo soberbiamente elaborado.
EL oso
En julio de 1941 Faulkner empezó a trabajar en una novela corta, que se
había de convertir en la quinta y más larga parte de Desciende, Moisés.
En el intervalo que medió entre la entrega de las dos primeras partes y
la de la tercera, Faulkner se dedicó a refundir parte de este material
para crear una historia, con el mismo título de la novela, que esperaba
aliviara sus perennes problemas financieros.
El Post la aceptó una vez revisada, a petición suya, y la publicó en
mayo de 1942.
Traducción: Jesús Zulaika Goicoechea
Editorial ANAGRAMA, S.A. 1997 – Barcelona
Tenía diez años. Pero aquello había empezado ya, mucho antes incluso del
día en que por fin pudo escribir con dos cifras su edad y vio por vez
primera el campamento donde su padre y el mayor de Spain y el viejo
general Compson y los demás pasaban cada año dos semanas en noviembre y
otras dos semanas en junio. Para entonces había ya heredado, sin haberlo
visto nunca, el conocimiento del tremendo oso con una pata destrozada
por una trampa, que se había ganado un nombre en un área de casi cien
millas, una denominación tan precisa como la de un ser humano.
Hacía años que llevaba oyendo aquello; la larga leyenda de graneros
saqueados, de lechones y cerdos adultos e incluso terneros arrastrados
en vida hasta los bosques para ser devorados, de trampas de todo tipo
desbaratadas y de perros despedazados y muertos, de disparos de escopeta
e incluso de rifle a quemarropa sin otro resultado que el que hubiera
logrado una descarga de guisantes lanzados por un chiquillo con un tubo,
una senda de pillaje y destrucción que había comenzado mucho antes de
que él hubiera venido al mundo, una senda a través de la cual avanzaba,
no velozmente, sino más bien con la deliberación irresistible y
despiadada de una locomotora, la velluda y tremenda figura.
Estaba en su conocimiento antes de llegar siquiera a verlo. Aparecía y
se alzaba en sus sueños antes incluso de que llegara a ver los bosques
intocados por el hacha donde el animal dejaba su huella deforme
-velludo, enorme, de ojos enrojecidos, no malévolo, sino simplemente
grande, demasiado grande para los perros que trataban de acorralarlo,
para los caballos que trataban de derribarlo, para los hombres y los
proyectiles que dirigían contra él, demasiado grande para la tierra
misma que constituía su ámbito forzoso-. Le parecía verlo todo entero,
con la adivinación absoluta de los niños, mucho antes de que llegara
siquiera a poner los ojos en alguna de ambas cosas: la tierra salvaje y
condenada cuyas márgenes estaban siendo constante e ínfimamente roídas
por las hachas y los arados de hombres que la temían porque era salvaje,
hombres que eran miríada y que carecían de nombre unos para otros en
aquella tierra donde el viejo oso se había hecho ya un nombre, a través
de la cual transitaba no un animal mortal, sino un anacronismo,
indomable e invencible, salido de un tiempo ancestral y muerto, un
fantasma, epítome y apoteosis de la vieja vida salvaje en la que los
hombres hormigueaban y lanzaban golpes de hacha con frenesí de odio y de
miedo, como pigmeos en torno a las patas de un elefante somnoliento; el
viejo oso solitario, indómito y aislado, viudo, sin cachorros, liberado
de la mortalidad, viejo Príamo privado de su vieja esposa y que ha
sobrevivido a todos sus hijos.
Cada noviembre, hasta que tuvo diez años, solía mirar el carro con los
perros y la ropa de cama y las provisiones y las armas, y a su padre y a
Tennie's Jim, el negro, y a Sam Fathers, el indio, hijo de una esclava y
de un jefe chickasaw, y los veía partir camino de la ciudad, de
Jefferson, donde se reunirían con el mayor de Spain y los demás. Para el
chico, cuando tenía siete y ocho y nueve años, la partida no iba al Gran
Valle a cazar osos o ciervos, sino a su cita anual con aquel oso al que
ni siquiera pretendían dar muerte. Solían volver dos semanas después,
sin trofeo, sin piel ni cabeza. Y él tampoco las esperaba. Ni siquiera
temía que lo trajeran en el carro. Creía que incluso después de que
hubiera cumplido diez años y su padre le permitiera ir con ellos
aquellas dos semanas de noviembre, no haría sino participar, junto a su
padre y el mayor de Spain y el general Compson y los otros, en una más
entre las representaciones históricas anuales de la furiosa inmortalidad
del viejo oso.
Entonces oyó a los perros. Fue en la segunda semana de su primera
estancia en el campamento. Permaneció con Sam Fathers contra el viejo
roble, al lado del impreciso cruce en el que, al alba, llevaban nueve
días apostándose; y oyó a los perros. Antes los había oído ya en una
ocasión, una mañana de la primera semana de campamento, un murmullo sin
procedencia que resonaba a través de los bosques húmedos, que crecía
rápidamente en intensidad hasta disociarse en ladridos diferenciados que
él podía reconocer y a los que podía asignar nombres. Había levantado y
montado la escopeta, como Sam le había dicho, y había permanecido de
nuevo inmóvil mientras la algarabía, la carrera invisible, llegaba
velozmente y pasaba y se perdía; le había parecido que podía realmente
ver al ciervo, al gamo -rubio, de color de humo, alargado por la
velocidad- huyendo, esfumándose, mientras los bosques y la soledad gris
seguían resonando incluso después de que los gritos de los perros se
hubieran perdido en la distancia.
-Ahora baja los percusores -dijo Sam.
-Sabías que no venían aquí -dijo él.
-Sí -dijo Sam-. Quiero que aprendas lo que debes hacer cuando no
dispares. Es después que se ha presentado y se ha perdido la oportunidad
de derribar al oso o al ciervo cuando los perros y los hombres resultan
muertos.
-De todas formas -dijo él-, era sólo un ciervo.
Luego, en la mañana décima, oyó de nuevo a los perros. Y él, antes de
que Sam hablara, tal como le había enseñado, aprestó el arma -demasiado
larga, demasiado pesada-. Pero esta vez no había ciervo, no había coro
clamoroso de jauría a la carrera sobre un rastro libre, sino un ladrar
trabajoso, una octava demasiado alto, con algo más que indecisión y
abyección en él, que ni siquiera avanzaba velozmente, que se demoraba
demasiado en quedar fuera del oído por completo, que, incluso entonces,
dejaba en el aire, en alguna parte, aquel eco tenue, levemente
histérico, abyecto, casi doliente, sin el significado de que ante él
huyera una forma no vista, comedora de hierba, de color de humo, y Sam,
que le había enseñado antes que nada a montar el arma y a tomar una
posición desde donde pudiera dominar todos los ángulos, y, una vez hecho
esto, a quedarse absolutamente inmóvil, se había movido hasta situarse a
su lado; podía oír la respiración de Sam sobre su hombro, podía ver cómo
las aletas de la nariz del viejo se curvaban al atraer el aire a los
pulmones.
-Ajá -dijo Sam-. Ni siquiera corre. Camina.
-¡Old Ben! -dijo el chico-. Pero ¡aquí! -exclamó-. ¡Por esta zona!
-Lo hace todos los años -dijo Sam-. Una vez. Acaso para ver quién está
ese año en el campamento; si sabe disparar o no. Para ver si tenemos ya
un perro capaz de acorralarlo y retenerlo. Ahora a ésos se los llevará
hasta el río, y luego hará que vuelvan. Será mejor que también nosotros
volvamos; veremos qué aspecto tienen cuando regresen al campamento.
Cuando llegaron, los perros estaban ya allí; había diez, y se
acurrucaban al fondo, debajo de la cocina; el chico y Sam, en cuclillas,
escrutaron la oscuridad: estaban apiñados, quietos, con los ojos
luminosos centelleando hacia ellos y esfumándose; no se oía sonido
alguno, sólo aquel efluvio de algo más que perruno, más fuerte que los
perros y que no era sólo animal, no sólo bestial, pues nada había habido
aún frente a aquel abyecto y casi doliente ladrido salvo la soledad, la
inmensidad salvaje, de forma que cuando el undécimo perro, una hembra,
llegó a mediodía, para el chico, que miraba junto a todos los demás
-incluido el viejo tío Ash, que se consideraba antes que nada cocinero-
cómo Sam embadurnaba con trementina y grasa de eje de carro la oreja
desgarrada y el lomo surcado de heridas, seguía siendo no una criatura
viviente, sino la propia inmensidad salvaje quien, inclinándose
momentáneamente sobre la tierra, había rozado ligeramente la temeridad
de aquella perra.
-Exactamente igual que un hombre -dijo Sam-. Igual que las personas.
Posponiendo todo lo posible la necesidad de ser valiente, sabiendo todo
el tiempo que tarde o temprano tendría que ser valiente al menos una vez
para seguir viviendo en paz consigo misma, y sabiendo siempre de
antemano lo que le iba a suceder cuando lo hiciera.
Aquella tarde, él en la mula tuerta del carro, a la que no le importaba
el olor de la sangre ni -según le dijeron- el olor de los osos, y Sam en
la otra mula, cabalgaron durante más de tres horas a través del veloz
día de invierno que se agotaba por momentos. No seguían ninguna senda,
ni siquiera un rastro que él pudiera identificar, y casi repentinamente
estuvieron en una región que él jamás había visto antes. Entonces supo
por qué Sam le había hecho montar la mula tuerta a la que nada
espantaba. La otra, la cabal, se paró en seco y trató de revolverse y
desbocarse incluso después de que Sam hubiera desmontado, dando
sacudidas y tirando de las riendas mientras Sam la retenía, mientras la
hacía avanzar con palabras dulces -no podía arriesgarse a atarla y la
conducía hacia adelante mientras el chico desmontaba de la tuerta.
Luego, de pie al lado de Sam en la penumbra de la tarde moribunda, miró
el tronco derribado y podrido, dañado y arañado por surcos de garras, y
junto a él, sobre la tierra húmeda, vio la huella de la torcida y enorme
garra de dos dedos. Supo entonces lo que había olido cuando escudriñó
debajo de la cocina en dirección a los perros apiñados. Por vez primera
tuvo conciencia de que el oso que poblaba los relatos oídos y surgía
amenazadoramente en sus sueños desde antes de que pudiese recordar, y
que, por tanto, debía de haber existido igualmente en los relatos oídos
y en los sueños de su padre y del mayor de Spain e incluso del viejo
general Compson antes de que ellos a su vez pudieran recordar, era un
animal mortal, y que si ellos viajaban al campamento cada noviembre sin
esperanza real de volver con aquel trofeo, no era porque no se le
pudiera dar muerte, sino porque hasta el momento no tenían ninguna
esperanza real de poder hacerlo.
-Mañana -dijo.
-Lo intentaremos mañana -dijo Sam-. No tenemos el perro todavía.
-Tenemos once. Lo han perseguido esta mañana.
-No se necesitará más que uno -dijo Sam-. Pero no está aquí. Tal vez no
exista en ninguna parte. Hay otra posibilidad, la única, y es que
tropiece por azar con alguien que tenga una escopeta.
-No seré yo -dijo el chico-. Será Walter o el mayor o...
-Podría ser -dijo Sam-. Tú, mañana por la mañana, mantén los ojos bien
abiertos. Porque es inteligente. Por eso ha vivido tanto. Si se ve
acorralado y ha de pasar por encima de alguien, te elegirá a ti.
-¿Cómo? -dijo el chico-. ¿Cómo podrá saber...? -Y calló-. Quieres decir
que me conoce, a mí, que nunca he estado aquí antes, que ni siquiera he
tenido ocasión de descubrir si yo... -Calló de nuevo mientras miraba a
Sam, a aquel viejo cuya cara nada revelaba hasta que se dibujaba en ella
la sonrisa. Y dijo con humildad, sin siquiera sorpresa-: Era a mí a
quien vigilaba. Supongo que no necesitaría venir sobre mí más que una
vez.
A la mañana siguiente dejaron el campamento tres horas antes del alba.
Era demasiado lejos para llegar a pie; fueron en el carro, también los
perros. De nuevo la primera luz gris de la mañana lo sorprendió en un
lugar desconocido por completo; Sam lo había apostado y le había dicho
que permaneciera allí, y luego se había alejado. Con aquella escopeta
demasiado grande para su tamaño, que ni siquiera era suya, sino del
mayor de Spain y con la que había disparado una sola vez -el primer día
y contra un tocón, para aprender a gobernar el retroceso y a
recargarla-, permaneció apoyado contra un gomero, al lado de un brazo
pantanoso cuya agua negra y quieta reptaba sin movimiento desde un
cañaveral, cruzaba un pequeño claro y se internaba de nuevo en otro muro
de cañas, donde, invisible, un ave -un gran pájaro carpintero llamado
«Señor-para-Dios» por los negros- hacía sonar con estrépito la corteza
de una rama muerta.
Era un puesto como cualquier otro, sin diferencias sustanciales respecto
del que había ocupado cada mañana por espacio de diez días; un
territorio nuevo para él, aunque no menos familiar que el otro, que al
cabo de casi dos semanas creía conocer un poco, la misma soledad, el
mismo aislamiento por el que los seres humanos habían pasado sin
alterarlo lo más mínimo, sin dejar señal ni estigma alguno, cuya
apariencia debía de ser exactamente igual a la del pasado, cuando el
primer ascendiente de los antepasados chickasaw de Sam Fathers se
internó en él y miró en torno, con garrote o hacha de piedra o arco de
hueso aprestado y tenso; sólo diferente porque, de cuclillas en el borde
de la cocina, había olido a los perros, acobardados y acurrucados unos
contra otros debajo de ella, y había visto la oreja y el lomo
desgarrados de la perra que, según dijo Sam, había tenido que ser
valiente una vez a fin de vivir en paz consigo misma, y, el día
anterior, había contemplado en la tierra, al lado del tronco destrozado,
la huella de la garra viva.
No oyó en absoluto a los perros. Nunca llegó a oírlos. Únicamente oyó
cómo el martilleo del pájaro carpintero cesaba de pronto, y entonces
supo que el oso lo estaba mirando. No llegó a verlo. No sabía si estaba
frente a él o a su espalda. No se movió; sostuvo la inútil escopeta;
antes no había habido ninguna señal de peligro que le llevara a
montarla, y ahora ni siquiera la montó; gustó en su saliva aquel sabor
malsano, como a latón, que conocía ya porque lo había olido al mirar a
los perros que se apiñaban debajo de la cocina.
Y, luego, se había ido. Tan bruscamente como había cesado, el martilleo
seco, monótono del pájaro carpintero volvió a oírse, y al rato él llegó
a creer incluso que podía oír a los perros, un murmullo, apenas un
sonido siquiera, que probablemente llevaba oyendo algún tiempo antes de
que llegara a advertirlo, y que se hacía audible y volvía a alejarse y a
desaparecer. En ningún momento se acercaron lo más mínimo al lugar donde
él estaba. Si perseguían a un oso, era a otro oso. Fue el propio Sam
quien surgió del cañaveral y cruzó el brazo pantanoso seguido de la
perra herida el día anterior. Iba casi pegada a sus talones, como un
perro de caza; no emitía sonido alguno, y al acercarse se acurrucó
contra la pierna del chico, temblando, mirando fijamente hacia las
cañas.
-No lo he visto -dijo él-. ¡No lo vi, Sam!
-Lo sé -dijo Sam-. Ha sido él quien ha mirado. Tampoco lo oíste, ¿no es
cierto?
-No -dijo el chico-. Yo...
-Es inteligente -dijo Sam-. Demasiado inteligente. -Miró a la perra, que
temblaba leve y persistentemente contra la rodilla del chico. Del lomo
desgarrado rezumaron y quedaron colgando unas cuantas gotas de sangre
fresca-. Demasiado grande. Todavía no hemos conseguido el perro. Pero
quizá algún día. Quizá no la próxima vez.
Pero algún día.
* * *
Así que tengo que verle, pensó. Tengo que mirarle. De lo contrario
-tenía la sensación-, todo seguiría igual eternamente; todo habría de ir
como le había ido a su padre y al mayor de Spain, que era mayor que su
padre, e incluso al general Compson, que era tan viejo como para haber
mandado una brigada en 1865. De lo contrario, todo seguiría así para
siempre, la vez próxima y la otra, después y después y una vez más. Le
parecía poder verse a sí mismo y al oso, oscuramente, ambos en el limbo
del que emerge el tiempo para convertirse en tiempo; el viejo oso,
absuelto de su condición mortal, y él compartiendo, participando un poco
en ello, lo bastante.
Y ahora sabía qué era lo que había olido en los
perros apiñados y gustado en su saliva. Reconoció el miedo. Así que
tendré que verle, pensó, sin temor ni esperanza. Tendré que mirarle.
Fue en junio del siguiente año. Tenía entonces once años. Estaban de
nuevo en el campamento, celebrando los cumpleaños del mayor de Spain y
del general Compson. Si bien uno había nacido en setiembre y el otro en
pleno invierno y en décadas distintas, se habían reunido para pasar dos
semanas en el campamento, pescando y cazando ardillas y pavos y
persiguiendo mapaches y gatos monteses por la noche con los perros. O
mejor, quienes pescaban y disparaban contra las ardillas y perseguían a
los mapaches y a los gatos salvajes eran él y Boon Hoggenbeck y los
negros, puesto que los cazadores experimentados, no sólo el mayor de
Spain y el viejo general Compson, que se pasaban las dos semanas
sentados en mecedoras ante una enorme olla de estofado tipo Brunswick,
saboreándolo y revolviéndolo, mientras discutían con el viejo Ash acerca
de cómo lo cocinaba y Tennie's Jim se echaba whisky de la damajuana en
el cucharón de hojalata que utilizaba para beber, sino hasta el padre
del chico y Walter Ewell, que eran aún bastante jóvenes, despreciaban
ese tipo de actividades, y se limitaban a disparar a los pavos machos
con pistola tras apostar por su buena puntería.
Es decir, cazar ardillas era lo que su padre y los demás pensaban que
hacía. Hasta el tercer día creyó que Sam Fathers pensaba lo mismo.
Dejaba el campamento por la mañana, inmediatamente después del desayuno.
Ahora tenía su propia escopeta: era un regalo de Navidad. Volvía al
árbol que había al lado del brazo pantanoso donde se había apostado
aquella mañana del año anterior. Y con la ayuda de la brújula que le
había regalado el viejo general Compson, se desplazaba desde aquel
punto. Sin saberlo siquiera, se estaba enseñando a sí mismo a ser un
más-que-mediano conocedor de los bosques. El segundo día encontró
incluso el tronco podrido junto al cual había visto por primera vez la
huella deforme. Estaba desmenuzado casi por completo; retornaba con
increíble rapidez -renuncia apasionada y casi visible- a la tierra de la
que había nacido el árbol.
Recorría los bosques estivales, verdes por la penumbra; más oscuros, de
hecho, que en la gris disolución de noviembre, cuando, incluso al
mediodía, el sol sólo alcanzaba a motear intermitentemente la tierra,
nunca totalmente seca y plagada de serpientes mocasines y serpientes de
agua y de cascabel, del color mismo de la moteada penumbra, de forma que
él no siempre las veía antes de que se movieran; volvía al campamento
cada día más tarde, y en el crepúsculo del tercer día pasó por el
pequeño corral de troncos que circundaba el establo de troncos en donde
Sam hacía entrar a los caballos para que pasaran la noche.
-Aún no has mirado bien -dijo Sam.
El chico se detuvo. Tardó unos instantes en contestar. Al cabo rompiendo
a hablar impetuosa y apaciblemente, como cuando se rompe la diminuta
presa que un muchacho ha levantado en un arroyo, dijo:
-Está bien. Pero ¿cómo? Fui hasta el brazo pantanoso. Hasta volví a
encontrar el tronco. Yo...
-Creo que hiciste bien. Lo más seguro es que te haya estado vigilando.
¿No viste su huella?
-Yo -dijo el chico-, yo no... Nunca pensé...
-Es la escopeta -dijo Sam.
Estaba de pie al lado de la cerca, inmóvil, el viejo, el indio, con su
estropeado y descolorido mono y el sombrero de paja de cinco centavos
deshilachado que en la raza negra había sido antaño estigma de
esclavitud y era ahora emblema de libertad. El campamento -el claro, la
casa, el establo y el pequeño corral que el mayor de Spain, por su
parte, había arrebatado parca y efímeramente a la inmensidad salvaje- se
desvanecía en el crepúsculo, volviendo a la inmemorial oscuridad de los
bosques. La escopeta, pensó el chico. La escopeta.
-Ten temor -dijo Sam-. No podrás evitarlo. Pero no tengas miedo. No hay
nada en los bosques que vaya a hacerte daño a menos que lo acorrales, o
que huela que tienes miedo. También un oso o un ciervo ha de temer a un
cobarde, lo mismo que un hombre valiente ha de temerlo.
La escopeta, pensó el chico.
-Tendrás que elegir -dijo Sam.
El chico dejó el campamento antes del alba, mucho antes de que tío Ash
despertase entre sus colchas, sobre el suelo de la cocina, y encendiese
el fuego para hacer el desayuno. Llevaba tan sólo la brújula y un palo
para las serpientes. Podría caminar casi una milla sin necesidad de
consultar la brújula. Se sentó en un tronco, con la brújula invisible en
la mano invisible, mientras los secretos sonidos de la noche, que
callaban cuando se movía, volvían a escabullirse y cesaban luego para
siempre; y enmudecieron los búhos para dar paso al despertar de los
pájaros diurnos, y él pudo ver la brújula. Entonces avanzó rápida pero
silenciosamente; sin tener conciencia de ello todavía, se estaba
convirtiendo día a día en un experto conocedor de los bosques.
A la salida del sol se topó con una gama y su cría; los hizo huir de su
lecho, y pudo verlos de cerca, el crujido de la maleza, la corta cola
blanca, la cría siguiendo a su madre a la carrera mucho más rauda de lo
que él hubiera podido imaginar. Iba de caza del modo correcto, contra el
viento, como Sam le había enseñado; pero eso ahora no importaba. Había
dejado la escopeta en el campamento; por propia voluntad y renuncia
había aceptado no un gambito, no una elección, sino un estado en el cual
no sólo el hasta entonces anonimato inviolable del oso sino todas las
viejas normas y equilibrios entre cazador y cazado quedaban abolidos. No
tendría miedo, ni siquiera en el momento en que el miedo se apoderara de
él por completo, sangre, piel, entrañas, huesos, memoria del largo
tiempo que había transcurrido hasta convertirse en su memoria: todo,
salvo aquella fina, clara, inextinguible, inmortal lucidez, sola
diferencia entre él y aquel oso, entre él y todos los otros osos y
ciervos que habría de matar en la humildad y orgullo de su pericia y
entereza, lucidez a la que había apuntado Sam el día anterior, apoyado
sobre la cerca del corral a la caída del crepúsculo.
Para mediodía había dejado muy atrás el pequeño brazo pantanoso, se
había adentrado más que nunca en aquel territorio ajeno y nuevo. Ahora
avanzaba no sólo con la ayuda de la brújula, sino también con la del
viejo y pesado y grueso reloj de plata que había pertenecido a su
abuelo. Cuando se detuvo al fin, lo hacía por primera vez desde que se
levantó del tronco al alba, cuando pudo ver la brújula. Era ya lo
bastante lejos. Había dejado el campamento hacía nueve horas; una vez
transcurridas otras nueve, la oscuridad habría caído ya hacía una hora.
Pero él no pensaba en ello. Pensó: De acuerdo. Sí. Pero ¿qué?, y se
quedó quieto unos instantes, pequeño y extraño en la verde soledad sin
techo, respondiendo a su propia pregunta antes incluso de que ésta se
hubiera formulado y cesado. Eran el reloj y la brújula y el palo, los
tres mecanismos sin vida mediante los cuales había repelido durante
nueve horas a la inmensidad salvaje. Colgó cuidadosamente el reloj y la
brújula de un arbusto, apoyó el palo junto a ellos y renunció a él por
completo.
Durante las últimas tres o cuatro horas no había avanzado muy de prisa.
No caminaba más rápidamente ahora, pues la distancia no habría tenido
importancia ni aun en el caso de que pudiera haberlo hecho. Y trataba de
recordar la posición del árbol donde había dejado la brújula; trataba de
describir un círculo que volviera a llevarle a él, o al menos que se
intersecase a sí mismo, pues la dirección tampoco importaba ya. Pero el
árbol no estaba allí, e hizo lo que Sam le había enseñado: describió
otro círculo en dirección contraria, de forma que los dos círculos
hubieran de bisecarse en algún punto, pero no se cruzó con huella alguna
de sus pies, y al fin encontró el árbol, pero en lugar erróneo, pues no
había arbusto ni reloj ni brújula, y el árbol era otro árbol, pues a su
lado había un tronco derribado, y entonces hizo lo que Sam Fathers le
había dicho que debía hacerse a continuación, que era también lo último
que podía hacerse.
Se sentaba sobre el tronco cuando vio la huella torcida, la deforme,
tremenda hendidura de dos dedos, la cual, mientras el chico la miraba,
se llenó de agua. Cuando alzó la vista, la inmensidad salvaje se fundió,
se solidificó, el claro, el árbol que buscaba, el arbusto, y el reloj y
la brújula brillaron al ser tocados por un rayo de sol. Y entonces vio
al oso. No surgió, no apareció; simplemente estaba allí, inmóvil,
sólido, fijado en el caliente moteado del verde mediodía sin viento no
tan grande como lo había soñado pero tan grande como lo esperaba, aún
más grande, sin dimensiones contra la moteada oscuridad, mirándole,
mientras él, sentado sobre el tronco, inmóvil, le devolvía la mirada.
Luego el oso se movió. No hizo ningún ruido. No se apresuró. Cruzó el
calvero; por espacio de un instante entró dentro del pleno fulgor del
sol; cuando llegó al otro lado se detuvo de nuevo y miró por encima de
un hombro hacia él, cuya tranquila respiración aspiró y espiró el aire
tres veces.
Y se fue. No se internó en el bosque, en la maleza. Se esfumó, volvió a
hundirse en la inmensidad salvaje, como si el chico estuviera viendo
cómo un pez, una perca enorme y vieja, se sumergía y volvía a
desaparecer en las oscuras profundidades del río sin mover las aletas lo
más mínimo.
Será el próximo otoño, pensó. Pero no fue el otoño siguiente, ni el
siguiente ni el siguiente. Tenía entonces catorce años. Había matado ya
su ciervo, y Sam Fathers le había marcado la cara con la sangre
caliente, y al año siguiente mató un oso. Pero antes incluso de tal
espaldarazo había llegado a ser tan diestro en los bosques como muchos
adultos con la misma experiencia; a los catorce años era más experto en
ellos que la mayoría de los adultos con más práctica. No había terreno a
treinta millas en torno al campamento que él no conociera, brazo
pantanoso, loma, espesura, árbol o senda que sirviera de lindero. Habría
podido guiar a cualquiera a cualquier punto de aquel territorio sin
desviarse lo más mínimo, y guiarlo de nuevo de regreso. Conocía rastros
de caza que ni siquiera Sam Fathers conocía; cuando tenía trece años
descubrió el lecho de un ciervo, y sin que su padre lo supiera tomó
prestado el rifle de Walter Ewell y se apostó al acecho al alba y mató
al ciervo cuando el animal volvía al lecho, tal como Sam Fathers le
contó que hacían los viejos antepasados chickasaw.
Pero no al viejo oso, por mucho que para entonces conociera sus huellas
mejor incluso que las propias, y no sólo la deforme. Podía ver
cualquiera de las tres cabales y distinguirla de la de cualquier otro
oso, y no sólo por el tamaño. Dentro de aquel radio de treinta millas
había otros osos que dejaban huellas casi tan grandes, pero era algo más
que eso. Si Sam Fathers había sido su mentor y los conejos y ardillas
del patio trasero del hogar, su jardín de infancia, la inmensidad
salvaje por la que vagaba el viejo oso era su facultad universitaria, y
el propio viejo oso macho, ya tanto tiempo viudo y sin hijos como para
haberse convertido en su propio progenitor no engendrado, era su alma
mater. Pero no lograba verlo nunca.
Podía encontrar la huella deforme siempre que quería, a quince o diez
millas del campamento; a veces más cerca incluso. En el curso de
aquellos tres años, mientras estaba apostado, había oído dos veces cómo
los perros tropezaban con su rastro por azar; la segunda vez, al
parecer, lo hostigaron: las voces altas, abyectas, casi humanas en su
histeria, como aquella primera mañana de hacía dos años. Pero no el oso
mismo. Y recordaba el mediodía, tres años atrás, en que allá en el
calvero el oso y él se vieron fijados en el fulgor moteado y sin viento,
y le parecía que aquello nunca había sucedido, que se trataba de otro
sueño. Pero había sucedido. Se habían mirado el uno al otro, habían
emergido ambos de la inmensidad salvaje y vieja como la tierra,
sincronizados en aquel instante merced a algo más que la sangre que
anima la carne y los huesos que sustentan el cuerpo; y se tocaron, y se
comprometieron a algo, y afirmaron algo más duradero que la frágil
urdimbre de huesos y carne que cualquier accidente podía aniquilar.
Y entonces lo vio de nuevo. Debido al hecho de que no pensaba en otra
cosa, había olvidado buscarlo. Estaba cazando al acecho con el rifle de
Walter Ewell. Lo vio cruzar al fondo de una larga franja arrasada, un
corredor barrido por un tornado, precipitarse por la maraña de troncos y
ramas, más a través de ella que por encima de ella, como una locomotora,
a mayor velocidad de la que él hubiera creído que pudiera alcanzar
nunca, casi tan veloz como un ciervo, pues un ciervo se habría mantenido
la mayor parte del tiempo en el aire, tan veloz que él no tuvo tiempo
siquiera de alzar las miras del rifle, de forma que luego habría de
pensar que el hecho de no haber disparado se debía a que él había estado
inmóvil a su espalda y el tiro jamás habría llegado a alcanzarlo.
Y entonces supo cuál había sido el fallo de aquellos tres años de
fracasos. Se sentó sobre un tronco, agitándose y temblando como si en su
vida hubiera visto los bosques ni ninguna de sus criaturas,
preguntándose con asombro incrédulo cómo podía haber olvidado lo que Sam
Fathers le había dicho, lo que el propio oso había confirmado al día
siguiente, lo que ahora, al cabo de tres años, había reafirmado.
Y ahora entendía lo que Sam Fathers había querido decir cuando se
refirió al perro adecuado, un perro cuyo tamaño poco o nada había de
importar. Así que cuando volvió solo en abril -eran las vacaciones, de
forma que los hijos de los granjeros podían ayudar a plantar la tierra,
y al fin su padre, después de hacerle prometer que volvería en cuatro
días, había accedido a concederle su permiso-, tenía el perro. Era su
propio perro, un mestizo de esos que los negros llaman «mil razas», un
ratonero, no mucho mayor que una rata y con esa valentía que ha tiempo
ha dejado de ser valor para convertirse en temeridad.
No le llevó cuatro días. Una vez solo de nuevo, halló el rastro la
primera mañana. No era caza al acecho; era una emboscada. Fijó la hora
del encuentro casi como si se tratara de una cita con un ser humano. Al
amanecer de la segunda mañana. El sujetando al «mil razas», al que
habían envuelto la cabeza con un saco, y Sam Fathers con dos de los
perros sujetos por una cuerda de arado se apostaron con el viento a
favor del rastro. Estaban tan cerca que el oso se volvió, sin correr
siquiera, como estupefacto ante el estrépito frenético y estridente del
«mil razas» recién liberado, y se puso a resguardo contra el tronco de
un árbol, sobre las patas traseras.
Al chico le pareció que el animal se
hacía más y más alto y que no iba a dejar de alzarse nunca, y hasta los
dos perros parecían haber tomado del «mil razas» una suerte de
desesperada y desesperante valentía, pues lo siguieron cuando avanzó
hacia el oso.
Entonces se dio cuenta de que el «mil razas» no iba a detenerse. Se
lanzó hacia adelante, arrojó la escopeta y echó a correr. Cuando alcanzó
y agarró al perrito, que se debatía frenéticamente como un torbellino,
al chico le dio la impresión de hallarse literalmente debajo del oso.
Pudo sentir su olor: fuerte y caliente y fétido. Se agachó torpemente,
alzó la vista hacia la bestia, que se cernía sobre él desde lo alto como
un aguacero, del color del trueno, muy familiar, apacible e incluso
lúcida mente familiar, hasta que al fin recordó: era así como solía
soñarlo. Y ya se había ido. No lo vio irse. Permaneció de rodillas,
sujetando al frenético «mil razas» con ambas manos, oyendo cómo se
alejaba más y más el humilde lamento de los perros, hasta que llegó Sam.
Traía la escopeta. La dejó en el suelo, en silencio, al lado del chico,
y se quedó allí de pie mirándole.
-Le has visto ya dos veces con una escopeta en las manos -dijo-. Esta
vez no podías haber fallado.
El chico se levantó. Seguía sujetando al «mil razas». Incluso en brazos,
lejos del suelo, el animal seguía ladrando frenéticamente, debatiéndose
y tratando de escapar, como un manojo de muelles, tras el fragor cada
vez más lejano de los perros. El chico peleaba un poco, pero ni se
agitaba ni temblaba ya.
-¡Tampoco tú! -dijo-. ¡Tú tenías la escopeta! ¡Tampoco tú!
[EN
PROTECCION DE LOS DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE EL OSO]
VOLVER A CUADERNOS DE LITERATURA